Reconciliar para construir: El legado politico del papa Francisco | Opinión de Froylán Castillo
- La Redacción

- 14 may
- 3 Min. de lectura

En tiempos donde el debate público se convirtió en trincheras y las diferencias se transformaron en armas, el legado político del Papa Francisco irrumpió como un faro para los cristianos que aún creían que la política podía y debía ser un acto de amor. A lo largo de más de una década de pontificado, Francisco insistió en que “la política es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el bien común”. Estas palabras no solo reafirmaban una enseñanza de San Juan Pablo II, sino que encarnaban la esencia de una fe que no se resignaba a observar el mundo desde la comodidad, sino que se actuaba para transformarlo.
El Papa Francisco llamó una y otra vez a los cristianos a inmiscuirse en la vida pública. “¿Por qué la política está sucia?”, “porque los cristianos la abandonaron”. Y tenía razón: cuando el Evangelio se ausenta de las decisiones públicas, otros valores u otras agendas ocupan ese vacío. Su crítica no fue pesimista ni cínica, fue profética: había que volver a la arena política, no para imponer credos, sino para recordar que el otro, incluso el que pensaba distinto, era nuestro hermano.
Su llamado nacía de una raíz profundamente humana: recuperar los valores sociales que parecían en desuso. La familia como núcleo de pertenencia ycentro de la sociedad, la comunidad como espacio de reconciliación, la política como herramienta de servicio y no de poder. Francisco recordaba que la auténtica política no se mide por el éxito electoral, sino por su capacidad de sanar el tejido roto de nuestras sociedades. En su encíclica Fratelli Tutti, afirmaba que hacía falta “la mejor política puesta al servicio del verdadero bien común”, no una política ideológica ni sectaria, sino una política que escuche, que reconcilie, que abrace. Una política que sepa ver en el otro incluso en el adversario a un hermano, y señalaba que esa política solo sería posible si estaba fundada en la caridad social.
El Papa no ignoró las heridas de su tiempo. Su vida y ministerio se desarrollaron en medio de polarizaciones crecientes, incluso dentro de la Iglesia. Y sin embargo, su apuesta fue siempre la fraternidad. Invitó a ser “poliedros”: a reconocer nuestras diferencias no para anularlas, sino para complementarlas. No se trataba de diluir convicciones, sino de entender que el desacuerdo no era sinónimo de enemistad. En un mundo que gritaba, Francisco proponía el susurro del diálogo; en un mundo de muros, él insistía en construir puentes.
En Soñemos Juntos, describió con claridad una de las patologías de nuestro tiempo: la tendencia a reducirlo todo a bandos irreconciliables. Frente a ello, proponía una “tensión creativa”, donde las diferencias pudieran interactuar sin necesidad de anularse. Ese fue, quizás, uno de sus mayores aportes a la política: enseñarnos que el conflicto no es el final de la historia, sino el principio de una síntesis superior, construida desde el respeto, la escucha y la búsqueda compartida del bien común.
Este llamado no era una opción para los cristianos. Era un deber. “Trabajar por el bien común es un deber de un cristiano”. No podemos refugiarnos en la espiritualidad individual mientras el mundo se desmorona por falta de manos limpias en la política. No debemos seguir renunciando a los espacios de poder cuando los valores del Evangelio solidaridad, justicia, dignidad humana necesitaban ser defendidos con inteligencia, con firmeza y con caridad.
Es cierto, como decía Francisco, que esta tarea no haría titulares. Pero cambiaría el mundo. La política inspirada en el Evangelio no gritaba, transformaba. No dividía, reconciliaba. No imponía, servía. Ese fue el tipo de política que propuso y vivió. Una política valiente, que supo mirar más allá de intereses mezquinos y se atrevió a soñar con un país donde la familia, la verdad, la esperanza y la justicia volvieran a ser el centro de la conversación pública.
Con el fallecimiento del Papa Francisco, el mundo no solo pierde a un líder espiritual, sino a una de las voces más firmes y valientes que supo recordar a los cristianos y al mundo entero que la política, cuando es ejercida con amor, es un camino hacia la santidad.
Su partida nos deja un vacío, pero también una hoja de ruta. Nos corresponde ahora a nosotros los cristianos comprometidos con el presente y el futuro de nuestros estados asumir con valentía este legado. Construir una política que no se trate de ganar, sino de servir. Que no sea campo de batalla, sino mesa de encuentro. Que no sea espectáculo, sino caridad en acción.
Hoy, con su partida, el legado del Papa Francisco se convierte en herencia y misión. Los cristianos estamos llamados a responder: a participar, dialogar, servir. Porque si no somos nosotros, ¿quién? Y si no es ahora, ¿cuándo?.







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