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Hacia una administración pública orientada a fines | Opinión de Manuel Jurado

  • Foto del escritor: La Redacción
    La Redacción
  • 11 jul
  • 4 Min. de lectura
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Esta columna es una continuación de la entrega anterior, en la que reflexionamos sobre el derecho a la buena administración pública como un componente indispensable del Estado constitucional de derecho.


Esta semana, dicha reflexión cobró renovada vigencia tras hacerse pública la resolución de la solicitud de ejercicio de la facultad de atracción 207/2025. La Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió atraer un caso que, a primera vista, podría parecer una queja técnica: la falta de mantenimiento de la carretera vía corta Parral–Chihuahua. Sin embargo, lo que está en juego es mucho más profundo. Lo que la Corte analizará no es solo un bache físico en el pavimento, sino un bache estructural en la manera en que el Estado concibe su relación con la ciudadanía.


Lo relevante de este caso —más allá de los aspectos legales o presupuestales— es que la Corte se ha planteado una pregunta crucial para el presente y futuro de nuestro país: ¿es suficiente que el gobierno cumpla con la ley de manera formal, o debe además garantizar que sus acciones (y omisiones) respeten la dignidad de las personas?


Esta pregunta apunta a un cambio de paradigma en la administración pública mexicana, que ya no puede seguir siendo un ente meramente legalista, que aplica normas con fría neutralidad o que ejecuta decisiones sin comprender a quién afectan y cómo. El Estado no es un autómata normativo. O no debería serlo. Y eso es precisamente lo que empieza a quedar claro en este caso.


La resolución de la Corte marca con claridad este viraje: el Estado, conforme al artículo 1 de la Constitución General y al marco de los derechos humanos, ya no puede limitarse a cumplir formalmente con la ley; debe actuar activamente para garantizar los derechos de las personas, incluyendo el acceso a servicios públicos de calidad. Esto significa que el cumplimiento legal ya no es suficiente, si el resultado final afecta la seguridad, la integridad o el bienestar de las personas.


Nos encontramos, así, ante una administración pública orientada a fines, donde lo que importa no es solo el procedimiento, sino el resultado y el impacto social. En este nuevo enfoque:

  • Se colocan los derechos humanos en el centro de la acción administrativa.

  • Se exige eficiencia, equidad y calidad en los servicios públicos.

  • Se demandan acciones concretas y efectivas, no solo documentos o discursos.

  • Se persigue justicia material, no solo legalidad formal.


Y esto, ¿qué implica para la ciudadanía?


Conlleva una transformación profunda: los derechos ya no se piden como favores, se exigen como obligaciones constitucionales. Un servicio público deficiente, como una carretera abandonada, ya no puede justificarse por falta de presupuesto o por decisiones políticas: es una posible violación a los derechos humanos y, como tal, debe ser reparada.


Además, se reconoce algo fundamental: la infraestructura también es un derecho. No se trata sólo de asfalto o concreto, sino de condiciones mínimas para que las personas puedan desplazarse con seguridad, acceder a servicios y ejercer plenamente su ciudadanía. Una carretera en ruinas es, en realidad, un espejo de una administración que ha dejado de ver —y de servir— a las personas.


La administración pública, en este nuevo enfoque, deja de ser un fin en sí mismo y se convierte en un medio para realizar la dignidad humana. Esto obliga a una reconfiguración del propio aparato estatal: ya no basta con emitir actos conforme a la ley, sino que es necesario actuar con ética pública, sentido social y compromiso con los fines constitucionales.


Por su parte, el Poder Judicial se erige como garante de esta nueva visión, al asumir un papel activo en el control de las omisiones del Estado. La Corte ya no se limita a revisar si se cumplieron formalmente los procedimientos: evalúa si las decisiones (o la falta de ellas) afectan derechos, y si el Estado está cumpliendo o no con su mandato de construir condiciones para el bienestar colectivo.


Pero hay algo más de fondo que también debemos discutir: el papel de la ciudadanía en este nuevo modelo de administración pública.


Durante décadas nos han enseñado a ver al gobierno como un poder distante, que decide y actúa sin preguntarnos nada. Pero esta lógica se está resquebrajando. No somos meros receptores de decisiones, ni simples contribuyentes pasivos. Somos personas con voz, con dignidad, con derechos. Y como tales, tenemos el deber de exigir, de vigilar y de alzar la voz cuando el Estado no cumple.


El caso de la carretera Parral–Chihuahua no sólo expone una omisión grave de las autoridades federales. También muestra una ciudadanía activa, valiente y organizada, que recurrió al amparo no por capricho, sino como última herramienta para defender su derecho a una vida segura y digna. Y, en ese sentido, representa un ejemplo del tipo de ciudadanía que este país necesita y merece.


La evolución hacia una administración pública orientada a fines no es una aspiración lejana. Es una urgencia democrática. Implica redefinir el rol del Estado, pero también repensar el rol de cada persona ciudadana en la construcción del bien común.


Porque en un país donde los derechos humanos se colocan al centro, y la administración pública actúa no para cumplir trámites, sino para facilitar que todas y todos podamos alcanzar nuestro proyecto de vida, ahí es donde empieza verdaderamente la justicia.

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