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¿Qué más? | Opinión de Rogelio Iván Pérez

  • Foto del escritor: La Redacción
    La Redacción
  • 4 nov
  • 2 Min. de lectura
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¿Qué más debe pasar en un país que se encuentra al borde del colapso, no solo por la violencia que lo consume, sino también por la desigualdad, la pobreza y la indiferencia social?

México vive una crisis de fondo, una que ya no puede explicarse solo por los errores del gobierno en turno, sino por una sociedad entera que ha aprendido a convivir con el horror. Nos hemos vuelto espectadores de la tragedia diaria, y esa pasividad, más que cualquier otra causa, es el reflejo más cruel de nuestro deterioro.


El asesinato de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, no es un hecho aislado ni un número más en las estadísticas. Es un recordatorio brutal de lo que ocurre cuando la violencia deja de tener límites y cuando la política local se convierte en un campo de riesgo permanente. Manzo era un alcalde que creía en la posibilidad de reconstruir su municipio desde la raíz, apostando por el bienestar social como punto de partida. Fue asesinado en público, en medio de un evento comunitario, pese a contar con un esquema de protección. Lo mataron frente a su gente, frente a esa comunidad a la que había prometido devolver la paz.


Uruapan no es un caso único. La violencia política en México se ha normalizado. Tan solo en los últimos años, más del sesenta por ciento de los ataques registrados han tenido como blanco a funcionarios o figuras de representación. No hablamos solo de inseguridad: hablamos de un Estado debilitado, incapaz de garantizar justicia ni protección, donde los actores del crimen organizado dictan las reglas y los ciudadanos viven con miedo o, peor aún, con resignación.


El costo de esa violencia no es solo humano. De acuerdo con estudios internacionales, el impacto económico de la violencia en México ronda el quince por ciento del Producto Interno Bruto. Cada peso destinado a enfrentar el crimen es un peso que se le resta a la educación, a la salud o a la esperanza. En medio de todo ello, la desigualdad sigue profundizándose: el país figura entre los más desiguales del mundo, y la brecha social alimenta, a su vez, las condiciones que perpetúan la violencia.


El alcalde Manzo deja una familia, pero también deja una comunidad sumida en la incredulidad. Deja la pregunta que debería dolernos a todos: ¿en qué momento nos acostumbramos a vivir así? Hemos perdido el asombro ante el horror, y con ello hemos perdido la capacidad de exigir, de indignarnos, de defender la vida pública.


¿Qué más ha de ocurrir para que despertemos? Tal vez cuando comprendamos que la violencia no solo se abate con fuerza, sino con justicia, con educación, con igualdad y con memoria. Tal vez cuando entendamos que la indiferencia también mata, aunque lo haga en silencio.

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