La responsabilidad de juzgar | Opinión de Manuel Jurado
- La Redacción

- 22 sept
- 2 Min. de lectura

Ser juez es una de las más altas responsabilidades que puede asumir un ser humano. Es un profundo honor, pero también una carga de conciencia que acompaña cada decisión.
Antes de resolver un asunto, hay un instante de soledad absoluta: ese momento en que el expediente está frente a nosotros y sabemos que, con lo que escribamos, se definirá el rumbo de la vida de las personas que esperan justicia. Es en ese silencio interior donde pesa la obligación de resolver con imparcialidad, con pleno respeto a los derechos de cada parte y con la certeza de que cada palabra tendrá un eco real en la vida cotidiana.
En ese instante, la independencia judicial no es un principio abstracto, sino una necesidad vital. Sólo la autonomía para decidir libres de presiones externas garantiza que la justicia no se doblegue ante intereses ajenos a la ley. Esa es, quizá, la mayor fortaleza y la mayor exigencia de la judicatura: no responder a nadie más que a la Constitución, la ley y a la propia conciencia.
Hoy, con el nuevo modelo de designación a través de elecciones, se suma un reto adicional: comunicar más y mejor lo que hacemos. Nos encontramos de frente con el escrutinio público, lo que exige explicar nuestras resoluciones en un lenguaje claro y accesible, sin sacrificar su solidez jurídica.
Esta semana lo viví en carne propia: mientras hacía el mandado, algunas personas se acercaron a saludarme, a expresarme sus buenos deseos y también sus dudas. Ese acercamiento social es valioso y nos recuerda que la justicia no se dicta en un vacío, sino en medio de una comunidad que espera de nosotros respuestas justas y comprensibles.
Pero ahí radica también un contraste esencial: la soledad al momento de juzgar y la cercanía con la sociedad en la vida cotidiana. Debemos escuchar, dialogar y ser accesibles, pero sin perder nunca la independencia y la imparcialidad que exige nuestro encargo. La justicia debe tener un rostro humano, sí, pero no puede dejarse llevar por simpatías ni presiones externas.
Esa es la paradoja y el privilegio de ser juez: vivir entre la soledad reflexiva de la decisión y la cercanía constante con la sociedad. Un equilibrio que, bien asumido, es lo que permite honrar verdaderamente la toga y servir con integridad a la justicia.
Hoy quiero invitar a mis compañeras y compañeros de la judicatura a que sigamos honrando esta responsabilidad con independencia, dignidad y cercanía. Juzgar no es un acto de poder, sino de servicio; y en ese servicio está el verdadero honor de portar la toga.
Expreso también mi agradecimiento al Capítulo Chihuahua de la Barra Mexicana, Colegio de Abogados, A.C., cuyo apoyo ha sido un pilar en mi trayectoria y un recordatorio constante de que la justicia se fortalece cuando la sociedad y la judicatura caminan de la mano.







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