El eco perdido de la diplomacia mexicana | Opinión de Manuel Jurado
- La Redacción

- 20 oct
- 3 Min. de lectura

Durante buena parte del siglo XX, la diplomacia mexicana fue una voz respetada en el concierto de las naciones: una voz prudente, pero firme; discreta, pero dotada de una profunda autoridad moral. México hablaba entonces con el peso de sus principios, no con el cálculo de sus conveniencias. Su política exterior —erigida sobre la autodeterminación de los pueblos, la no intervención y la solución pacífica de las controversias— representaba una brújula ética en tiempos convulsos, un recordatorio de que la soberanía y la justicia no eran banderas opuestas, sino causas hermanas.
Esa diplomacia tuvo artífices que honraron la palabra y elevaron el nombre de México. Alfonso García Robles, Premio Nobel de la Paz en 1982, concibió el Tratado de Tlatelolco, piedra angular para la desnuclearización de América Latina. Genaro Estrada, con su doctrina homónima, fijó una postura de respeto y congruencia al proclamar que ningún gobierno debía arrogarse el derecho de juzgar la legitimidad de otro. Isidro Fabela, en la Sociedad de Naciones, defendió con valentía la dignidad de los pueblos pequeños frente a las potencias que pretendían someterlos. Todos ellos, con su inteligencia y convicción, labraron una tradición diplomática que colocó a México en un sitio de honor: el de la mesura con principios, la neutralidad con causa y la soberanía con conciencia.
La Doctrina Estrada, proclamada en 1930, se convirtió así en la piedra de toque de una política exterior admirada en todo el mundo. Su mensaje era sencillo pero profundo: México no reconocerá ni desconocerá gobiernos extranjeros, pues cada pueblo tiene derecho a decidir libremente su destino. Sin embargo, esa postura no fue sinónimo de indiferencia; al contrario, coexistió con una sensibilidad humanista que se tradujo en hechos: la acogida generosa a los exiliados españoles, la condena moral a la dictadura chilena, el refugio ofrecido a los perseguidos políticos del Cono Sur. México fue tierra de asilo y palabra de justicia.
Por ello, no deja de causar desconcierto el silencio reciente de la presidenta Claudia Sheinbaum ante el Premio Nobel de la Paz otorgado a la venezolana María Corina Machado. Mientras la mandataria se pronunció sobre el caso del expresidente peruano Pedro Castillo, abogando por un juicio justo, guardó reserva frente a un reconocimiento que simboliza la lucha pacífica por la libertad y la democracia en Venezuela. Esa omisión —más elocuente que cualquier discurso— parece marcar un retroceso simbólico en la estatura moral que durante décadas distinguió a la diplomacia mexicana.
No se trata de exigir pronunciamientos irreflexivos, sino de lamentar que la voz que alguna vez supo hablar por la justicia y el diálogo se apague ante un momento de definición continental. La diplomacia mexicana, que antaño supo conciliar prudencia con convicción, parece hoy debatirse entre la reserva y el silencio, entre la tradición y la oportunidad. Falta en ella aquella visión de Estado que entendía que la política exterior no se improvisa: se hereda, se honra y se defiende.
México fue, por mucho tiempo, la voz sensata y moral del continente; la patria que sabía tender la mano sin alzar la voz, y alzar la voz sin romper el respeto. Hoy, cuando América Latina atraviesa un tiempo de transición y esperanza, nuestro país necesita reencontrar ese eco perdido: el tono sereno, digno y firme que alguna vez hizo de su diplomacia una guía para el mundo.
Porque la historia de la política exterior mexicana es también la historia de su palabra: una palabra que, cuando supo pronunciarse, abrió caminos de paz, y que cuando calla, deja un vacío que el mundo percibe. Recuperar esa palabra no es sólo un acto de memoria, sino de destino.
Guardar silencio frente a la lucha pacífica por la libertad no es prudencia: es renunciar al lugar que México alguna vez ocupó entre las naciones que creían que la diplomacia también puede ser una forma de dignidad.







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